La desoladora muerte de Dior a los 52 años, catapultó a primera línea a su mano derecha, Yves Saint Laurent, con la responsabilidad de cargar sobre sus hombros el peso del colosal templo con apenas 21 años. Aportó juventud y energía a la ropa –en solo dos años hizo más de lo que otros colegas harían en 30–, pero su desfile Beat de otoño 1960, inspirado en el arte existencialista que bullía en la Margen Izquierda de París, se pasó de vueltas para los sagrados salones de Dior. Si antes se habría ayudado a Saint Laurent a esquivar la llamada a filas, ya no había reparos en perderle de vista (el citado desfile de Dior sirvió, sin embargo, de temprano precursor de la moda como provocación, algo que pronto daría muchos más frutos).
A no mucho tardar, en diciembre de 1961, Saint Laurent ya lideraba su propia maison, con el respaldo de su novio, Pierre Bergé, y Doutreleau como musa. Y aunque sus primera colecciones (presentadas en la antigua residencia de Jean-Louis Forain, un osado pintor impresionista) estaban en la cumbre del buen gusto, llegado 1966, cansado de que la alta costura apelara solamente a una limitada élite de clientas ultrarricas, lanzó su línea Rive Gauche de prêt-à-porter. Saint Laurent captó la rebeldía juvenil con piezas sencillas en colores chillones, espíritu que pronto secundarían Courrèges y Paco Rabanne (el primero venía de trabajar como sastre para Balenciaga; el segundo de hacerle milagrosos botones). Courrèges desfilaba con mujeres aniñadas como Françoise Hardy –pecho plano, minifalda, pelucas con coletas infantiles– que se meneaban expresivamente a ritmo de jazz en línea con la nueva onda. Todo cortes rectos; ni una curva (como en ¿Quién eres tú, Polly Maggoo? o Blow-Up, para entendernos).
Londres en los 80, naturalmente, era un hervidero de talento y gozo desbordante. Si tocaba desfile, me equipaba de arriba abajo de John Galliano: falda de hombre, torera y camisa enorme hecha de parches de algodón teñido. Listo para epatar. David Holah y Stevie Stewart hacían magia de vanguardia en BodyMap, a base de leggings, motivos firmados por Hilde Smith, tops de lycra y siluetas tan grandes que abarcaban todas las tallas, con el coreógrafo Michael Clark a la cabeza de largos elencos de amigos y familia de todas las edades. Leigh Bowery, de Sunshine, Australia, conquistó enseguida el Cha Cha Club y el Camden Palace, y en 1985 abrió Taboo –llamado así porque, allí, nada lo era–. Su propuesta de extremos donde todo valía enardecía al público. Leigh nos deleitaba difuminando los géneros y su mundo –tanto dentro como fuera de la pasarela– era salvaje, escandaloso, pura fantasía. Su vida y su gente se proyectaban en su arte, en su moda.
John Galliano estaba a punto de graduarse en Saint Martins como ilustrador de moda cuando su sofisticado tutor de diseño, Sheridan Barnett, se volvió loco con los dibujos de su trabajo de fin de grado y lo convenció para organizar un desfile con tales piezas. Resultado: Les Incroyables; y aunque la muestra apenas duró tres minutos, lo que allí vi se me quedó grabado para siempre, con aquel casting de amigos y gente singular fichada en sus viajes, vociferando como en la Revolución francesa en estallidos de energía extrema. La colección se vendió entera en Browns. Barbra Streisand y Diana Ross, las primeras en comprar.
Reino Unido, ciertamente, era el lugar ideal para innovar, pero el peor para vender. Galliano puso pues rumbo a París, y París, en los 80 era Karl Lagerfeld: osado, socarrón, altamente sofisticado. “Yo soy de clase trabajadora”, decía él, y no mentía: trabajaba sin parar, 24-7, en Chloé a principios de la década –donde seguía desde los años 60–; después, claro, en Chanel, desde 1983. En aquellos días, la maison era una nulidad; las modelos, aburridas; las clientas, señoras adineradas, ajenas a lo nuevo. Karl lo cambió todo, tanto en el atelier como en la pasarela: Inès de la Fressange, con su silueta atenuada, se convirtió en su emblema, eclipsando enseguida al resto de modelos. Sin embargo, a finales de los 80, Inès salió y entró Victoire de Castellane –carnosa, pícara, con sus cancanes negros y sus corsés–. Lo siguiente fue subir a su pasarela a todas las supermodelos, aunque Claudia Schiffer tenía que calzar unos zapatos de tacón bajo hechos expresamente para ella, ya que aún no podía sostenerse sobre las alturas de vértigo que llevaban las modelos de pasarela expertas.
Fui a mi primer desfile de Chanel en 1984, aunque no al evento abierto al público en la Ópera de París, sino a una presentación horas después en la Rue Cambon. Las prendas me parecieron un tanto angulosas, aunque, en efecto, distintas a todo. Pero, a partir de ahí, presencié prácticamente todos los desfiles de alta costura y prêt-à-porter del Chanel de Karl y pronto me cautivó. Porque, sencillamente, era una fuente inagotable de ideas y sabía muy bien cómo mantenerte en vilo. Karl reimaginó la experiencia de las pasarelas a base de producciones extraordinarias, como el alucinante desfile “en el supermercado” (de otoño-invierno 2014), atrezado con cientos de productos reetiquetados para la ocasión, las chicas de pasillo en pasillo con sus Chaneles recién salidos del horno.
Muy pocos años antes, surgió el duelo de espadas entre Prada y Gucci en la semana de la moda de Milán. En la pasarela de otoño-invierno 1995, Tom Ford lanzó su electrizante colección de inspiración años 70 para Gucci con un desfile que me transportó a cómo habría sido una gran noche en Studio 54. El nombre de Tom se convirtió en sinónimo de Gucci, con modelos hermosísimos de ambos sexos centelleando contra una pasarela siempre negra. Esa misma temporada, Miuccia Prada presentó pulidas piezas con ecos sesenteros: cortes limpios, sastrería, modelos uniformadas sobre fondo blanco. Que cada cual elija. Lo que pasaba en Milán importaba; y los desfiles de moda empezaron a dejar de ser meras exhibiciones hasta llegar a convertirse en potentes herramientas de marketing y posicionamiento de marca, los fans clamando a las puertas, rodeando el acontecimiento de un halo de idolatría. No en vano, conseguir entrar en la época en un desfile de Gucci era una prestigiosa hazaña. En Estados Unidos, las filas vip de los desfiles ya no solo se llenaban de compradores y editores de moda, sino de actrices y socialites (más adelante, se les empezó a pagar incluso por asistir), que tranquilamente se vestían de noche con sus mejores galas para acudir a los desfiles matinales con sus zapatos recién salidos de las últimas pasarelas.